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viernes, 3 de febrero de 2012

Luz marchita

Caminé bajo las perezosas hojas de los árboles que comenzaban a crecer en los brazos de la primavera. El olor de las flores se colaba en mis sentidos embrujándome, como si fuera un perfume de mujer.
El parque estaba lleno de gente. Parejas con niños pequeños que jugaban en los columpios y algún que otro viejo solitario consumiendo las ultimas caladas de un cigarrillo liado a mano. En ese momento me asaltó a la mente el recuerdo de mi mujer. La vi perfectamente, agarrada a mi brazo mientras apoyaba su cabeza en mi hombro, haciéndome cosquillas en la mejilla con su pelo. Tuve que contener las lágrimas al pensar en ella, había muerto hacía cinco años.
Suspiré y busqué entre los bolsillos de la chaqueta algún caramelo con el que quitarme el sabor a café.
Me gustan los primeros días de primavera, siempre me hacían recordar la adolescencia, a mi mente acudía la imagen de un chiquillo de pelo castaño que ahora había encanecido, y esa sonrisa seductora que tras los años quedó marcada por los años y los surcos de la vida.
Recorrí el camino hasta llegar a las vallas que separaban el lago del parque, las ramas caídas de los sauces se movían sobre sus aguas formando ondas en la superficie, ondas que difuminaban la imagen de una mujer esbelta, su pelo moreno estaba recogido en un moño dejando sueltos algunos rizos, vestía una gabardina marrón y unas botas altas que estilizaban su figura.
Algo en mi interior me hizo acercarme a ella, sacando de mi alma marchita aquel seductor poeta que tan bien conocía.
Me apoyé en la valla a unos metros de ella haciendo como si observara el paisaje y la miré de reojo. Estaba concentrada en un libro de hojas amarillas. Me fijé más detenidamente en el titulo que se dibujaba en la portada: Cumbres Borrascosas. Al parecer había encontrado un alma romántica.
-Cumbres Borrascosas, interesante elección para los primeros días de la primavera.
Ella alzó su mirada del libro y la posó en mí. Sus ojos eran de un azul intenso marcados por arrugas y espesas pestañas. Me sonrió y volvió a hundirse en la lectura.
-Siento haberla molestado, me llamo Eduardo.
Cerró los ojos y juntó las tapas del libro, se giró y apoyó una de sus caderas en la valla.
-Encantada, yo soy Rebeca.
-¿Deja usted de leer? -dije observando el libro cerrado entre sus manos.
-Sí, después de que me hablen siempre pierdo la concentración.
-¿Entonces, le apetecería dar un paseo?
Se quedó pensativa por unos instantes y luego aceptó, metió el libro en su bolso y comenzó a andar a mi lado. No sé porque la invité a ello, tenía ya casi cincuenta años y yo me encontraba allí como un colegial que buscaba una nueva conquista.
-¿Viene siempre a leer al parque?
-Sí, adoro leer al aire libre, es la mejor forma de olvidar los pesares. ¿Y a usted, le gusta leer?
-Nunca fui aficionado a la lectura, pero no me importa que me lean.
Ella sonrió mientras bajaba la mirada a su reloj de muñeca.
-¡Oh, dios mío! Las siete, debo… -me miró excusándose- discúlpeme.
-Claro que sí, pero, por favor, llámeme Eduardo.
-Sí, sí claro, Eduardo -dijo despistadamente mientras echaba a andar- adiós -Espere -grité- ¿Estará aquí mañana?
-Quién sabe - respondió.
Después vi su figura introducirse en el parque. Fue como si se llevara algo de mí.

Pasaron varias semanas en las que nuestra relación se hizo más fuerte. Todas las tardes quedábamos en el lago del parque, ella siempre traía un libro del que leía los fragmentos que más le gustaban. Uno de esos días estábamos sentados en los bancos bajo los cerezos y ella preguntó:
-¿Estás casado, Eduardo?- dijo mientras sus ojos azules caían sobre mi mano.
-Lo estuve -respondí con un deje de amargura en la voz.
-¿Un divorcio?
-No, soy viudo.
Sus ojos se tiñeron de compasión, pero evite su mirada mientras seguía hablando.
-Pasó hace ya cinco años. Ella murió de cáncer.
-Lo siento mucho, Eduardo, no lo sabía.
Le sonreí con tristeza:
-Ya no importa, no hay dolor cuando pienso en ella, solo nostalgia -No pude evitar mentirle.
Quedamos en silencio por unos instantes, reflexionando sobre lo dicho.
-¿Y tú, Rebeca, estás casada? -me encantaba sentir su nombre en mis labios. Ella rió sin gracia, bajó la vista al libro que estaba en el banco: El romance del bosque.
-Mi vida ha sido como un libro romántico del siglo XIX, a mitad de la historia, cuando todo parecía perfecto, se acababa.
-¿Y eso, a qué se debe?
-No lo sé -se encogió de hombros-. No he tenido mucha suerte en el amor.
Los dos nos miramos, ella no había tenido suerte en el amor y yo lo había perdido en el transcurso de la vida.
-Léeme, Rebeca. Hazme olvidar los pesares de mi vida.
Ella sonrió, abrió el libro por una de las páginas marcadas, pero antes de empezar posó sus ojos en mí
-¿Y tu familia? ¿Tienes hijos?
-Hijos… -suspiré-, nunca pensamos en tenerlos, aunque ahora me arrepiento de ello.
Mi rostro se debió de teñir de verdadero dolor, porque preguntó:
-Sigues amándola, ¿verdad?
-Igual que el primer día.
Noté en su boca un rictus de decepción.
-¿Era bella?
-Tan bella como un atardecer en el mar.
-Una mujer con suerte.
-¿Por qué dices eso, Rebeca? –le cogí sus finas y blancas manos y la miré fijamente -Tú también puedes tener esa suerte que tanto anhelas.
-No, Eduardo, mí tiempo ya ha pasado.
-No -dije convencido-, no permitiré que digas eso.
-Eduardo, el amor no está hecho para mí -sus ojos se llenaron de lagrimas- es una tontería seguir con esto.
Se levantó con brusquedad del banco y salió corriendo. Solo quedó de ella el libro y unas páginas abiertas.

Transcurrieron los días y la valla del parque siguió vacía. Sentí pasar el tiempo muy lentamente, deslizándose y retorciéndose por mi corazón.
Mis esperanzas caían abrumadas con cada solitario atardecer. Y día tras día me daba cuenta de que el haberme enamorado de ella la había hecho huir. Pero no desistí en ningún momento y una tarde la encontré sentada en uno de los bancos.
-Hola -ella me miró y volvió a bajar la vista al libro que tenía entre sus manos-. Hacía tiempo que te buscaba.
Me senté a su lado con temor a que volviera a irse.
-Rebeca, no me andaré con rodeos, los dos tenemos algo que el otro necesita.
Alzó la mirada curiosa, como si se diera cuenta en ese instante de que me había sentado a su lado.
-Pero qué dices, Eduardo, ni tú ni yo -apoyó la mano en su pecho- necesitamos más de lo que ya tenemos.
-A sí… ¿tan segura estás de eso?
-Pues claro- dijo abriendo el libro por la página marcada.
-¿Y el amor, Rebeca? ¿Qué hay de él?
-¿Otra vez Eduardo?, no empieces con eso…
Su voz sonó pesimista, pero no me iba a rendir.
-Necesitamos el amor para vivir, Rebeca. Si no estaríamos como… muertos.
Puso los ojos en blanco y se levantó, su vestido negro desentonaba con los colores que inundaban el parque.
-Entonces yo debo ser un fantasma.
Echó a andar. El golpeteo de sus tacones producía un sonido hueco que espantaba a los pájaros posados en las ramas. Y yo, como si algo tirara de mí, la seguí.
-Rebeca, por favor espera.
Ella ni siquiera se giró con mis suplicas, pero conseguí alcanzarla y la agarré del brazo.
-¡Suéltame! -Sus ojos azules brillaron con indignación.
-Solo te pido un momento, Rebeca, nada más, después podrás irte y hacer lo que tú quieras.
Suspiró mientras sus ojos observaban los movimientos que se producían en el parque.
-Cinco minutos, nada más.
Sonreí con amplitud y busque coraje. Ésta iba a ser una batalla difícil de ganar.
-Es evidente que entre los dos ha surgido algo, tal vez no me atreva a llamarlo amor, ya que no conozco a ciencia cierta tus sentimientos. Pero es algo distinto a lo que une una amistad. No sé si fueron tus ojos la primera vez que me miraste, tal vez tu sonrisa o incluso tu voz al leer en alto. Pero me he enamorado de ti. No es un amor pasional -dije metiendo mis manos en los bolsillos- ni conmovedor, ni arrebatador… claro que no, eso está fuera de lugar a nuestra edad, pero sí que es un amor que busca el apoyo y la compañía de otra persona que lo necesita -esta vez la miré sin apartar mis ojos de los suyos- No te pido empezar de cero, ni siquiera casarnos solo te pido que estés junto a mí, solo eso.
Ella quedó callada durante un instante que me pareció una eternidad, a mi alrededor todo había enmudecido, el canto de los pájaros, los gritos alborotados de los niños pequeños, el murmullo de las hojas. Solo quería oírla a ella aunque sus palabras fueran dolorosas.
-Eduardo, el amor consuela como los rayos de sol después de la lluvia. Y yo no busco consuelo. No, ni siquiera amor. Ya sé que el amor es algo importante, pero la vida tiene muchas más cosas con las que se puede ser feliz. Y yo me conformo con esas pequeñas cosas.
-Pero yo creía…-no pude acabar la frase.
-Lo siento, si te hice pensar que te necesitaba o incluso que me había enamorado de ti, pero no es así.
Los dos quedamos callados asimilando las palabras, que a mi parecer se deslizaban muy lentas por mi garganta, arañándome por dentro.
-Como ya te dije, mi tiempo ha pasado, ahora toca disfrutar de otras cosas de la vida. Lo siento. -alzó la mano, pero antes de posarla en mi hombro la retiró, dirigió su última mirada. Una mirada que me ahogo en un azulado dolor y después se marchó como un alma errante entre las cortezas de los árboles, que ahora se teñían de gris y un cielo que empezaba a perder todo su color.

Ana Pinel Benayas.